Un Juego Largo


Yo siempre he sido una persona de conciliar el sueño muy rápido, ya que cada vez que permanezco un rato quieto o cuando algo me aburre, normalmente tengo que luchar para no quedarme dormido, y una vez que lo logro, no hay ruido que me despierte.

En esta oportunidad, estábamos realizando un campamento de fin de semana en la Agrupación, y como la primera noche nadie está cansado, es regla hacer un juego nocturno, para aprovechar el tiempo.

Estábamos haciendo el juego del silbato, que es un juego en el cual, alguien debe esconderse, tomar el silbato y hacerlo sonar. El resto de los participantes salen a buscarlo, y el que tiene el silbato lo hace sonar cada tanto hasta que es encontrado, pudiendo cambiar de lugar si no es descubierto en la maniobra, todo esto aprovechando la oscuridad de la noche.

A través de los años, los scouts van adquiriendo experiencia en las actividades que realizan regularmente, y se preparan con suficiente anticipación para las mismas.

En mi caso, le pedí a mi mamá que me hiciera tejer una polera de lana color negro (que aún conservo aunque con algunos zurcidos nuevos) y me equipé con pasamontañas del mismo color y un pantalón de jean azul oscuro. Todo esto para los juegos nocturnos con el fin de poder camuflarme lo mejor posible en la oscuridad.

Esa noche, yo era “el silbato”, y como el resto de los participantes no tenían demasiada experiencia, me divertía mucho andando por los techos de las viejas instalaciones, o por entre los tamariscos de la antigua cocina (al lado de la cancha de básquet), sin que me pudieran encontrar.

Llegué a subirme a un Eucalipto, a unos siete metros de altura, en donde me acomodé “a caballito” en una horqueta grande. De allí, y haciéndome pantalla con la mano hacía sonar el silbato hacia el este y casi reventaba de risa al ver que todos se movían allá abajo para donde suponían que yo estaba, y cuando notaba que estaban desconcertados, lo hacía sonar de la misma panera pero hacia el oeste, y todos pasaban apresurados por debajo de mi árbol hasta volver a quedar desconcertados. Así por un largo rato.

En una de esas esperas, me debo haber quedado dormido, porque cuando reaccioné, me desperté muerto de frío, ya estaba amaneciendo, y no se imaginan el dolor que tenía en la entrepierna (me había dormido “a caballito” de la horqueta). Me costó bastante poder bajar del árbol, y cuando fui a mi carpa, alguien se había acostado en mi lugar para esperarme porque suponían que me había ido y me aguardaban para darme mi merecido.

Al otro día en la formación de izado de pabellón, el dirigente que estaba a cargo del campamento me premió con una “callecita de la alegría” con cachiporras y todo por haber “ganado” el juego sin que nadie me descubriera.

 

(del libro Anecdotario de Norberto D. Argüello)


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