Por la Sierra en Camioneta


En el mismo incendio de los relatos anteriores, y para el cuarto o quinto día, vino Tucho (Juan Carlos Ramirez), empleado de la estancia y un gran amigo, a ver si lo acompañábamos a pegar una recorrida por la estancia Cerros Colorados para llevar víveres a los bomberos y paisanos que iban a atacar el incendio que amenazaba con rodear a Villa Ventana; y ver como estaba la situación allá arriba en la sierra. Porque abajo estaba todo cubierto por humo.

Sin dudarlo; Luis Richter, Juan Lazo, Lucho Hollman y Yo, estábamos subidos a la camioneta y después nos dimos cuenta que habíamos omitido algo, entonces le avisamos al Jefe del campamento quien nos autorizó recomendándonos nos cuidáramos mucho y regresáramos lo antes posible.

Eran cerca de las nueve de la mañana y para nosotros aquello era un prometedor paseo con posibilidades de vivir alguna aventura.

En la camioneta, salimos de la estancia y fuimos al almacén “La Península” de Villa Ventana, donde cargamos pan, fiambres, y algún vinito para llevarles a los hombres que estaban combatiendo el fuego en la sierra.

De allí atravesamos toda Villa Ventana y nos fuimos hasta la estancia Cerros Colorados, luego de pasar a los fondos de la estancia, y no sé por qué camino empezamos a trepar la sierra con la camioneta. Lucho y Luis iban en la cabina con Tucho, y Juan y yo íbamos en la caja de la misma.

La primera etapa fue toda por la sierra, y quedé maravillado con la resistencia de esa camioneta Ford F100 color bordó, porque anduvimos por la sie-rra incluso transitando por los senderos de las vacas, y en ocasiones bajando algunas cuestas con las cuatro ruedas bloqueadas, patinando entre las lajas, y por ahí, llegamos a pensar que en algún momento nos poníamos la camioneta de sombrero, pero por suerte no fue así.

Como era prácticamente imposible acomodarse en la caja de la camioneta ya sea de pie o sentados porque los bruscos movimientos de la marcha nos derribaban y golpeaban permanentemente; debimos adoptar una posición práctica para no caernos, y nos sentamos “a caballito” sobre los laterales de la caja de carga de la misma colocando una mano a modo de almohadón (entre las piernas) y la otra tomándonos por dentro del lateral, dejando una pierna fuera de la caja y la otra adentro. Y realmente era como andar a caballo (con un solo estribo, el de la pierna que llevábamos dentro de la caja de la camioneta), o al menos así me sentía yo esa noche cuando me fui a dormir.

En esos campos, todas las parcelas o potreros están divididas por alambrados, y existen caminos que atraviesan esos potreros por lo cual los mismos tienen tranqueras para que no se escape el ganado o pueda ser movilizado por allí.

Teniendo en cuenta que era más fácil y rápido que los que íbamos en la caja nos bajáramos de un salto para abrir y cerrar las tranqueras, decidimos con Juan que las tranqueras que se abrieran para su lado las abría él, y las que se abrieran para mi lado, las abría yo. Creo que los que iban en la cabina nunca se divirtieron tanto al verme bajar a mi en casi todas las tranqueras, porque no se por que motivo sólo dos de casi veinte se abrían para el lado de Juan. Esa mañana troté como nunca en la sierra…

Una vez que llegamos al encuentro del jefe del operativo, un paisano vestido de gaucho con sombrero de ala ancha, pañuelo al cuello, facón y revolver a la cintura por debajo de la faja, rastra de cuero sin sobar bien cargada de brillante platería, bombachas, y botas; que era el dueño del campo en el cual se pretendía detener el incendio; creo que se llamaba de apellido Maréngola o algo así. Estaba acompañado por su bonita hija a la que nadie se animaba a mirar siquiera, y con razón, si el padre andaba armado…

Bueno, ahí en pleno campo serrano se armó un picnic en improvisada mesa sobre la tapa trasera de la caja de la camioneta, en el cual se repartieron los sándwiches de salamines recontrasalados y cada uno empinaba un poquito la botella de vino tinto (algunos la empinaban dos poquitos…).

Yo por mi parte preferí el agua fresquita del arroyo y mi sándwich con mucho pan.

Ahí se armó no se que lío porque un comisario de la policía federal no quería que sus agentes trabajen si no existía en el lugar un “centro sanitario”, así que estos muchachos se fueron a cuidar la salita médica por si llegaba el fuego hasta allí ¿¿??.

Entonces Lucho nos dijo si nos animábamos a dar una mano y ayudar a combatir el fuego con esos hombres; y ahí nomás nos encontramos caminando sierra arriba, chipote en mano.

Llegamos hasta el pié del Cerro Tres Picos donde pudimos terminar con el último foco del incendio de ese lado.

Y en este lugar sucedió un hecho muy gracioso para mi, y es el que relato a continuación:

El fuego en los cañadones se aviva por la ve-getación seca y abundante, entonces para combatirlo se armaban grupos de hombres que, cubriéndose la cara con un brazo, arremetían contra el pajonal atacando a los “rebencazos” al fuego con los “chipotes” en forma ininterrumpida y sin respirar, por el intenso humo del lugar. Una vez que este grupo comenzaba a tener problemas por la falta de aire, alguien pegaba el grito, y todos volvían hacia atrás por donde habían entrado.

Cuando el primer grupo volvía, el segundo entraba a la escena y tomaba la acción. De esta manera, los equipos evitaban que ninguno de sus integrantes sufriera un accidente; era muy eficiente la tarea y los focos de fuego se apagaban relativamente rápido.

En una de esas idas y venidas, Luis encaró medio sofocado, y sin poder ver, y le pegó dos o tres “chipotazos” a un bombero petisito, el cual abrió los ojos, le pegó la vuelta al matorral que estaba entre él y Luis, y arremetió contra este por atrás a los “chipotazos”.

Todos los demás espectadores nos revolcábamos de la risa al ver que Luis medio ahogado y cegado por el humo, no sabía de donde le llovían tantos golpes.
Todo terminó cuando los dos contendientes necesitaron respirar y tuvieron que abandonar la lid.

Menos mal que el fuego se consumió solo en aquel cañadón, porque entre el cansancio y la risa, no hubiéramos podido seguir combatiéndolo.

...

Una vez que emprendimos el descenso siguiendo un arroyo (eran cerca de las cuatro de la tarde), nos sentimos tentados por bañarnos y refrescarnos un poquito en un piletón que se formaba en un recodo, y como no teníamos maya, algunos nos bañamos en calzoncillos, y otros en traje de adán. Era en pleno mes de enero de un verano muy caluroso y muy bien calefaccionado por aquel incendio.

Para sorpresa nuestra, y cuando ya estábamos disfrutando de la refrescada; desde arroyo abajo, venía un grupo de auxiliares femeninos del ejército o la gendarmería que, al principio pasaron en silencio, pero al final después que alguna pícara se animara, los silbidos y piropos de este femenil batallón para con los caballeros bañistas hicieron sonrojar a más de uno.

Seguimos caminando de regreso, y llegamos hasta una tranquera donde descubrimos que nuestra camioneta ya no estaba, entonces nos subimos a un camión de bomberos el que nos acercó a lo ruta en donde encontramos, después de algún tiempo y unos pocos kilómetros de caminata, a Tucho que iba para Sierra de la Ventana, en dirección contraria hacia donde nosotros nos dirigíamos. Nos subimos a la camioneta auto convencidos por el cansancio, y lo acompañamos hasta el cuartel de bomberos de Sierra de la Ventana, resignando nuestra demora en regresar al campamento; en aquella localidad, la ciu-dadanía había preparado una fiesta para agasajar a todos los que habíamos trabajado en la extinción del incendio. Había muchos platos caseros, tortas, postres, bebidas, y corderos al asador en cantidades exageradas.

Nos entusiasmamos con la idea de quedarnos a cenar, pero en eso aparece Don Carlos, el encargado de la estancia que nos avisa que en el campamento estaban desesperados por nosotros, porque habíamos salido a las nueve de la mañana y ya eran las nueve de la noche y todavía no tenían noticias nuestras, y para colmo había llegado una versión al campamento de que unos muchachos se habían caído y lastimado en la sierra por donde nosotros habíamos andado.

Tucho descargó lo que tenía que dejar, y nos trajo de vuelta al campamento. Cuando llegamos, cerca de las diez de la noche; primero nos recibie-ron con efusivos saludos, luego con algún llanto de alegría, pasando a gestos de bronca, y finalmente nos quisieron colgar del mástil. Pero todo se serenó y pudimos comer… guiso de arroz, en vez de los manjares del cuartel de bomberos, aunque ninguno de nosotros dijo nada sobre volver a la fiesta.

De todas maneras Don Carlos nos regaló ese fin de semana una vaquillona que asamos y compartimos con todos los scouts y empleados de la estancia.

 

(del libro Anecdotario de Norberto D. Argüello)


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